Regresaba al mismo
edificio, y me dije,
no puede ser, volvérmelo a
encontrar…
Y casi nos chocamos al
pasar al vestíbulo.
Mi sonrisa se presentó sin
avisar.
Él me devolvió la suya,
más comedida,
casi a medias, ladeada en
el gesto.
El ascensor llegó de improviso,
no sé en qué estaríamos
pensando.
Ambos íbamos a la décima
planta.
Su mirada de plomo se
incrustó en mis pestañas,
oscura y hemostática, o
quizás lacerante
como un tajo que cruza…,
tanto que presentí su
desborde a mi escote.
Me miró de tal forma que
su rozarme
lo presentí en mi espalda,
recorriéndome ladera abajo,
como la fiebre
de abajo a arriba..., con
sus ojos de lobo,
con mi piel de leopardo,
con mi locura intacta,
con su temblar de
infierno,
concibiendo nirvanas a la
vez, con ese juego….
Y mi mano a un paso de
alcanzar los tramos
de su insensatez y la mía,
de acariciar su pecho,
en el mezclar mis dedos en
su melena, estaba.
Gozando el aceituna de su
mirarme a solas…
Mi sombra colapsada en la
lujuria
que embadurnaba la puerta
de salida,
y el espejo oportuno que
me ofrecía la imagen
de su vaquero azul.
Y puede, que, su mano en
mi cintura,
elucubrara, y sus locas
ideas saltaran en pedazos
al mismo tiempo que sus
ojos continuaban
rompiendo los márgenes y
los sometimientos.
Sus labios a mi boca,
pensaría, supongo,
su lengua suplicando que
jamás
alcanzáramos la décima
planta.
Pero se detuvo el ascensor
maldito.
Me dejó pasar a mí
primero,
su aliento desde tan cerca
que..
No le he visto más.
Hoy vuelvo.