Una noche aburrida…
Paul Newman me ofrece un ágape.
Llevo años sin perdonarle.
Jamás lo haré.
La gata sobre el tejado de
zinc "caliente".
Buen menú, me digo.
Caliente (España le enfrió
el vocabulario).
Caliente, como las
lentejas de la madre de Estela…
Caliente como el dolor que
desprende la película
adosando hígados a los
ojos.
Como el sabor a dinero,
caliente,
pegado al cielo moribundo
de la boca, sin estrellas.
Humo.
Caliente, como las
actitudes humanas y el vómito
cuando la vida se acaba, y
sientes las minúsculas partículas
de la nada haciendo
estragos en tu estomago.
A la temperatura de Paul mirando
a la mujer de los ojos violetas,
con ese azul de plomo
pespuntando cuerdas insolentes,
lagos en el deseo
enhebrados los dedos a los dientes.
Caliente hasta el karma, me
digo yo,
la herencia, el instinto,
la raíz primera que nace
antes que nosotros.
No le perdono, no, no le
perdono el beso desleído,
el atavismo de su boca en
el disimulo.
Debió besarla de otra
manera, absorberla.
Continuarla, desbaratarla
al paso de su marcar de acero,
anudarla con saliva a su
carencia.
Lluvia a la corriente
alterna que les concurría a pedazos
como nuevo río de todos
los ojos ávidos, mirándoles.
Comerse el beso, saciarlo
de placer, vivirlo o matarlo.
Romperla como se besa a
quien amas por última vez.
Ana Deacracia